Pesadilla americana

Leyendo una novela de Bret Easton Ellis, Lunar Park, me sacudió una ilustre descripción de la paranoia estadounidense. El opio del sueño américano fue manifestado con tal perfección, que la realidad parcía una película independediente donde el terror sólo se experimenta frente a una pantalla grande; no en la vida real. Pues Easton Ellis narró a la viva imagen el desmonoramiento de la inmaculdad vida de los suburbios en los Estados Unidos. Por allá lo llamarían "sacar los esqueletos del closet". Más que esqueletos, fantasmas, espíritus oscuros que persiguen los temores de aquellos habitantes de casitas color pastel incapaces de tomar algún riesgo protegidos dentro del cascarón de un muro de seguridad bajo las alas del águila calva. La vida en tal ambiente tan monótono no debería sorprender a la sociedad de que los jóvenes crezcan dañados. Autodestruídos.

"Esta pesadilla despierto no duraba má de treinta segundos, se reproducía a un montaje rápido que no obstante exigía un Klonopin: una irrupción violenta en un colegio, un ""Tengo miedo"" susurrado por el móbil por encima de lo que parecen petardos de fondo, la bala rebotada que arroja al niño de segundo curso al suelo, los disparos indiscriminados en la biblioteca, la sangre esparcida sobre un examen sin terminar, los charcos rojos formándose en el linóleo, el pupitre salpicado de vísceras, un proesor herido que saca niños aturdidos de la cafetería, el guardia con un tiro en la espalda, la chica que musita ""Me han dado"" antes de desmayarse, las furgonetas de la CNN que llegan al lugar, el sheriff que tartamudea en la rueda de prensa de emergencia, los boletines que ocupan las pantallas de los televisores el presentador impresionado que informa de las novedades, los helicópteros sobrevolando el lugar, los momenos finales cuando el asaltante se lleva la Magnum a la boca, las emergencias de los hospitales saturadas y los gimnasios tranformados en morgues improvisadas y la cinta policial amarilla delimitando todo un patio; y después, tras el desenlace: el rifle de calibre 22 que falta de la vitrina del padrastro, el diario en el que se narra la desesperación y el rechazo del chico, un chico que se tomó muy mal las burlas, el chico que no tenía nada que perder, el Elavil que no funcionó o el desorden bipolar no detectado, el libro sobre brujería encontrado bajo la cama, la X grabada sobre su pecho y el intento de suicidio del mes anterior, la mano rota de golpear contra la pared, las noches en vela contando hasta mil en la cama y el conejito descubierto esa misma tarde colgado de un gancho en un armario; y, por último, las imágenes finales de la cobertura infinita: la bandera a media asta, los funerales, los cientos de ramos, velas y juguetes que cubren las escaleras de la entrada del colegio, la mano ensangrentada de una vístima en la portada de Newsweek, las preguntas, los encogimientos de hombros, las demandas civiles, los que copian la matanza, las razones por las que dejas de rezar. Con todo, la peor noticia sale de los labios de tu hijo:""Pero si era un chico normal, papá. Igual que yo"".

Por qué el chico debería tomrse las bromas a bien. ¿Por qué las bromas? ¿Por qué la constante exaltación de nuestra propia simulada superioridad, inmerecida, inexistente? Porque nos sentimos bien humillando, destruyendo. Nos divierte. Los hombres cazan por diversión, matan por deporte. En las escuelas cazamos de nuestra propia especie. Matamos a los que se ven más débiles, sumergimos su cara en el barro, y reímos.
¿Por qué ver esa infinita cobertura en las brillantes pantallas del televisor? Porque como una cueva de fantasía vemos con horror, y suponemos tan lejano el mismo destino que lo tratamos de ilusorio. Una realidad distante, inexistente, inalcanzable; cuando en realidad nos persigue. ¿Por qué no salir y educar a los niños? ¿Por qué entretenerse con esa programación de muerte y desespero? Evitamos hablar del terror de las calles, los asesinos, las drogas, el sexo, porque así pensamos que nunca afectarán a los niños. Nos callamos para protegerlos, pero no los educamos para que se defiendan de ellas, sean responsables. Los empujamos a la vida con una venda en los ojos y con una hambrienta y mal encaminada curiosidad.

¿Y los culpables? Deberíamos mirarnos en un spejo. Pensamos que metiendo a alguien en la cárcel el problema estará solucionado, y nos cuesta entender que todos somos el problema. Exigímos la silla eléctrica o la inyección letal a una representación ilusoria del mal. Y lo llamamos demonio, y creemos que una vez muerto el perro, acabada la rabia. Culpamos a todo, y a todos: los videojuegos violentos, el teléfono celular, el internet, la música rock, las drogas... pero como lo dijo Eminem "¿Por qué culpan a Marilyn (Manson) y a la heroína´? ¿Dónde están los padres?" ¿Dónde están?

Un chico "normal", como tu y yo, decide, un día, entrar a la escuela y abrir fuego, venganza; y luego morir, alivio. Decimos luego que estaba enfermo, loco, drogado. Michael Moore entrevistó a Manson para su documental Bowling for Columbine, le preguntó qué le diría a los chicos que entraron a la preparatoria Columbine disparando contra sus compañeros; Manson respondió:" No les diría una sola palabra, los escucharía, eso es algo que nadie hizo."

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