Bitácora del capitán


Hoy conocí a mi jefe (es decir, la cara del nombre escrito en los cheques con los que me pagan), es muy apuesto; sí, en todo el sentido de la palabra APUESTO. Y como a todo jefe, producto de la mística Hollywoodense, se le escapa algo de un atractivo del tipo “un no sé qué, qué se yo” (que no tiene que ver nada con mis daddy issues, lo digo honestamente).

Aún así me prometí que no sería tan jalabola como las otras dos mujeres corrientes mundanas en mi oficina (son unas serpientes); así que haré lo mejor que pueda en mi trabajo a pesar del aburrimiento que drena mi vida mientras estoy sentada en ese escritorio.

El punto es que mi jefe es “dulcero” como previamente me chismearon, hoy, al saludarme me dijo que el color morado hacía que mis ojos se vieran mucho más azules (cosa que me extrañó porque él no tiene una imagen de referencia previa de mi); luego me preguntó si era de procedencia árabe… por su puesto que le dije que era la primera vez (y era en serio) que alguien me decía eso, y le tuve que confesar que mi encanto más destacado era falso, “son lentes que contacto”, le dije. Me respondió: No se lo digas nunca a nadie. Todos reimos por convención social y se encerró en su oficina.

Horas después le dijo al resto de la oficina (a las dos lenguas viperinas) que como yo era nueva me había traído un regalo… un paquete de galletas; pero como a mi me gustaba compartir, todas nos llevamos un paquete.

Maldita sea esas galletas, la mejor vaina que me he comido en mi vida. Son como mitad galleta y mitad polvorosa rellena de Nutella. Son “galletosas” o “polvolletas”… son la mejor vaina que me he comido en mi vida.

Sigo maldiciendo las chucherías importadas y a los ricos bien vestidos que las compran para hacer notar que pueden gastar mucho dinero en trivialidades.

Pero, ¡hey! Yo haría lo mismo.

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